Iris – Malkavian

Iris de Gouges

Nacimiento: enero de 1885. Barcelona.
Descripción del entorno familiar: familia burguesa acomodada, con buena posición dentro de la sociedad barcelonesa de la época. Su firme creencia de corte conservador en el valor del trabajo se complementa con ciertos deslices libertinos en la forma de vestir, en las inclinaciones sexuales y amorosas y en la crianza de los hijos y las hijas. Los cinco hijos de la familia, tres chicas y dos chicos, acudieron a escuelas progresistas durante la educación primaria, hasta los doce años, y al liceo francés durante la educación secundaria, hasta los dieciocho, por lo que todos ellos hablan perfectamente sus dos lenguas maternas (castellano y catalán) y francés.
Primer recuerdo de la infancia: debe ser septiembre, huele profundamente a tierra mojada y estoy deseando estrenar mis nuevos cuadernos, que se encuentran apilados sobre la cómoda en la biblioteca. Llevo los zapatos marrones de mi hermano Pol porque a él ya le vienen pequeños y me encanta imaginarme que soy él cuando me los pongo, así que voy corriendo hacia mamá y papá imitando las forma tan graciosa que tiene Pol de caminar. Mamá y papá están en la biblioteca, leyendo junto al ventanal que da al jardín trasero, me miran y se ríen a carcajadas. No debo medir más de un metro, tal vez tenga seis años. Me hago un hueco entre los dos y mi padre me da un beso en la nariz y mi madre en las manitas. Me siento feliz. Soy afortunada de vivir en esta casa.

Biografía: aprendí desde muy pequeña a leer y a escribir tanto en castellano como en catalán y en francés, aunque hasta los doce años no comencé a perfeccionar mi francés con más vehemencia. Ayudaba a mi padre en su imprenta engrasando las máquinas, reponiendo los folios o reparando la máquina de coser las páginas que siempre se atascaba con el hilo de seda. Aunque no era la más inteligente de mis hermanos, me las apañaba mejor que ellos y que la mayoría de empleados de mi padre para realizar estas tareas. Tal vez por eso no estudié, como todas las demás niñas, latín o historia, y me sentía más atraída por trabajos técnicos donde pudiera utilizar mis manos y mi habilidad para comunicarme con las máquinas. En la Universidad tuve que esforzarme mucho para aprender de memoria todas aquellas explicaciones y demostraciones matemáticas, pero terminé por aprobar el examen final de la carrera de Físicas de la Sorbona de París. Fui la primera mujer en licenciarse en esta carrera gracias a la comprensión de mi padre, que me firmó todos los años el permiso para estudiar y convenció al Rector de que no iba a molestar mucho a mis compañeros con mi presencia. Ciertamente me molestaba necesitar esta clase de permisos porque el resto de mis compañeros no eran mejores que yo, especialmente en las prácticas de difracción de rayos X o en la elaboración de experimentos técnicos en los que sobresalía por encima de ellos con creces. Desde mis comienzos en la Universidad me uní al movimiento sufragista femenino (el que ahora se denomina feminismo de primera ola) pero se podía percibir que faltaba todavía mucho para que un cambio de conciencia radical, incluso entre las feministas, tuviera lugar. Entre las jóvenes que pertenecían a este movimiento conocí a Olympe: una cautivadora mujer de alrededor de la treintena, con ojos verdes e ideas demasiado románticas acerca de los valores y el sentido de la existencia. Olympe y yo deambulábamos por las calles de París, bajo las estrellas y entre la polución nocturna, hablando de pequeñas utopías que ella estaba convencida de poder convertir en realidad. No sé por qué Olympe se fijó en mí, pero ella no paraba de asegurarme que podía leer la locura de la revolución en mi alma. Nunca lo entendí del todo.
Al terminar el último año, Olympe me pidió que me quedara con ella en París. Me dijo que no podía soportar la idea de que me fuera a marchar a Barcelona para siempre, que aquello era propio de un alma sumisa, no de un espíritu emancipado y libre como el mío, que tenía que lograr la emancipación total liberándome de mi familia, porque la familia es la mano que sujeta la cabeza para que permanezca bajo el agua.
Yo me fui. Durante todo el camino de regreso a Barcelona sentía la presencia de Olympe en mi mente, mi amor por ella se tornaba a cada kilómetro en una insoportable pasión que me ardía en el vientre. Sin embargo, al llegar a mi casa y abrazar a mis hermanos toda nostalgia por sus crípticas palabras y por su sexo se desvanecieron de repente, de una forma casi sobrenatural. No quedaba ya nada en mí de Olympe y de sus labios, y el frío contacto de su piel que me había parecido tan excitante durante el tiempo que permanecí a su lado ahora me resultaba repulsivo y macabro.
Pasé un verano tranquilo, visitando a mis antiguos amantes y dejando que llenaran mis horas de una grata ignorancia que me producía un placer inefable. Volví a cazar con mi padre y a reparar la vieja máquina de coser de la imprenta. De vez en cuando me asaltaban pensamientos salvajes e incontrolables de romper con todo, de prender fuego a la casa y de dejarme arder entre las llamas. Entonces mi rostro se tornaba pálido y siniestro, sudaba hasta impregnar las sábanas y sólo podía llamar a Olympe en sueños, implorándole que volviera a rescatarme de la absurda monotonía en la que se había convertido mi vida sin ella. Nunca duraba más de una noche y se desvanecía con los primeros rayos de sol.
Al terminar el verano estos episodios empezaron a repetirse de forma muy continuada, llegando a durar hasta una semana. Mis padres creían que estaba perdiendo la cabeza y que debía visitar a un doctor. Cada vez estaba más delgada y mi tendencia al suicidio era cada vez más preocupante para toda mi familia, que se turnaban al lado de mi lecho para no dejarme sola. Cuando apareció Ricard, el psiquiatra que mis padres habían contratado, ya estaba a punto de dejarme vencer por la locura y la desnutrición. Él me insufló un aliento de cordura y lucidez que de algún modo sobre humano consiguió que me recuperara en sólo una semana. El siguiente domingo salí de mi casa con él del brazo, íbamos al teatro y a tomar café en el barrio gótico. Mis hermanos lloraban junto a mi madre, que sonreía feliz de verme recuperada. Mi padre, sin embargo, me miraba incrédulo y sospechaba que algo peor estuviera a punto de sucederme. No estaba equivocado. El Viejo nunca se equivocaba.
Recuerdo la que sería mi última tarde de vida como una espiral que se cerraba frenéticamente sobre sí misma sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Ricard, por el que sentía una profunda gratitud, resultó ser un simple burgués conformista sin más interés que una antigua carta de amor flotando sobre un riachuelo. Mis inquietudes le parecían trivialidades e incluso llegó a sugerir, ante algún comentario sobre las necesidades de emancipación de las mujeres, que todavía me encontraba afectada por la locura. Me enfureció y traté en vano de disimularlo. En mi interior, mientras paseábamos frente a la catedral, sólo podía recordar mis años de Universidad, la lucha en las calles y la cara de rabia de Olympe conmovida ante alguna injusticia. Olympe… pensaba ojalá no hubiera sido tan cobarde, ojalá hubiera podido atreverme a ser libre contigo… Creo que aquél pensamiento de alguna manera desató lo que sucedería después.
Ricard me llevó a casa y pasamos al salón donde estaba reunida mi familia. La cara de mi padre seguía encogida y mi madre estaba paralizada de terror. No podía comprender lo que sucedía. Una voz se agitaba en mi cabeza: era Olympe y me quería con ella.
Todo lo demás sucedió de una forma muy rápida. Olympe apareció, voluptuosa y bañada en sangre, con la que había sido mi nana de pequeña entre los brazos, muerta. Sabía, mi pequeña Iris, me dijo, que implorarías volver a volar conmigo. Que te darías cuenta de que a mi lado puedes ser mucho más feliz que rodeada de esta gente que sólo te quiere enjaulada. Tú albergas en tu mirada la sabiduría que nos conducirá al fin de esta era de tiranía y horror y en tu corazón la fuerza que nos permitirá construir un mundo nuevo de las cenizas de este. Olympe palideció súbitamente y su labio inferior tembló levemente, sobrecogido de placer. Diez personas más a las que nunca había visto hasta entonces entraron en la casa, abalanzándose sobre mi familia. Olympe desapareció y, con ella, desaparecieron Ricard y mis hermanos. Lo siguiente que recuerdo es un alarido de terror de mi padre, sucumbiendo ante las fauces impregnadas en sangre de una mujer anciana, casi decrépita. La voz de Olympe me tranquilizaba y, a pesar de mis esfuerzos por no escucharla, permeaba en mi mente haciéndome experimentar el placer que ella introducía en mi alma al presenciar la muerte de mi familia y mi inminente unión profunda con ella. Nuestras carcajadas podían escucharse desde el establo, reíamos en una frenética orgía de lujuria rabiosa. Sus manos me sostenían los hombros y me obligaban a mirar hacia ella que, encaramada sobre mí, sorbía hasta mi última gota de humanidad. Yo seguía riendo, extenuada, mirando sus ojos encendidos. Me ofreció sus labios y los tomé hasta que el sabor metálico de su sangre se convirtió en pura necesidad insaciable.

Después, el vacío. La nada. El olvido.

Nacimiento: enero de 1910.

PRIMEROS DÍAS E INICIACIÓN EN LA NOCHE

Bajé por las escaleras mientras sentía arder en mi interior una Bestia sedienta de algo que no podía comprender. Olympe estaba radiante con su vestido de terciopelo morado ceñido bajo el pecho. Entonces comprendí que ELLA era mi alimento. Aceleré la bajada, sonriendo, y me abalancé sobre sus labios. Los mordí suavemente y dejé que la sangre empezara a brotar hacia mi garganta. No sabía muy bien por qué hacía aquello, pero sentía que era lo que necesitaba. Mi amor por Olympe se iba inflamando en mi pecho a cada sorbo, pero ella me retiró en seguida con dulzura. Ya tengo preparada tu comida favorita, tienes que dejar algo de mí para más tarde, querida. Me acompañó a la biblioteca y, junto al fuego, estaban cuatro hermosos jóvenes embriagados: dos chicas de alrededor de los quince y diecisiete años, un chico que rondaba la veintena y dos chicos más que ya tendrían unos treinta años. Empecé con la que parecía más joven y cuando hube terminado con el último aún deseaba más. ¡Es lambrusco, Olympe! y una ternura azul se precipitaba de sus ojos a mis entrañas.
Después de no sabría decir exactamente cuánto tiempo, puede que meses o incluso un año, Olympe me había enseñado muchas de las cosas imprescindibles para no sucumbir en la noche. Al parecer había olvidado toda mi vida como humana, los años que pasamos en la Sorbona y cómo ella me rescató del hastío al que me tenía sometida mi familia. Ahora nada de aquello me importaba, cada noche me sentía con menos apego a ese pasado del que tampoco nadie tenía nunca ganas de hablarme. De cualquier modo, aquella vida bajo el sol debía ser de lo más aburrida y asfixiante.

PRESENTACIÓN ANTE EL PRÍNCIPE Y PRIMER ENCUENTRO CON CAÍN

Recuerdo de forma muy vívida la noche en que fui presentada ante el Príncipe. Olympe estaba nerviosa e hizo que me arreglara de modo inusual. Me preguntó más de diez veces si recordaba bien las tradiciones, el nombre del Príncipe, quiénes eran los Brujah y a qué clan pertenecíamos. Malkavian, Malkavianos, hijos de Malkav… un… ¿cómo era? ¿antidiluviano? Ella se enfurecía y se agitaba en el asiento del viejo coche ¿Antidiluviano, Iris? ¿Qué está en contra de los diluvios o qué? Yo no podía parar de reír. Ya lo sé, Olympe, no seas absurda: antediluviano, anterior al diluvio… me siento, no sé, como si fuera a presentarme a un examen. Dime ¿tú crees realmente en todas estas cosas? En el Príncipe, en su autoridad, en que existieron esos Antediluvianos… en que estamos malditas. ¿Tú te lo crees? La voz de Olympe penetró entonces en mi mente: escucha, ilusa, si crees que con esa actitud saldrás indemne de ésta probablemente no sobrevivas ni un minuto más. Esto es mucho más importante que todos tus libros, que todas tus armas y que todas esas máquinas que andas siempre desmontando. De esto depende nuestra supervivencia, insensata. Muestra tus respetos al Príncipe, ni se te ocurra mostrarte altiva o irónica y, desde luego, controla tu ira. No me importa lo que creas: compórtate como te he enseñado y saldremos de esta.

El Príncipe no me hizo ninguna pregunta para mi sorpresa. Me quedé de pie, junto a Olympe, durante media hora. Ellos hablaban de cosas que no me interesaba comprender y de vez en cuando me dirigían una mirada inquietante. Luego nos fuimos. De camino a casa, cuando me disponía a retomar la anterior conversación con Olympe un destello me cegó por completo. Delante de mí se extendía un vasto desierto y el sol me abrasaba la piel. De pie, un hombre moreno y de facciones duras con un inmenso círculo rojo en la frente se dirigía directamente hacia mí. Me dijo que era Caín y que estaba maldita. Que aquello era lo único en que podía confiar a partir de entonces. En mi maldición y en el modo de purgarla. Me dijo que habría nueve señales antes de su llegada y que me las revelaría justo antes de que sucedieran. La primera de ellas era la sangre tenue, la aparición de aquellos que no pueden engendrar y el gobierno de los sin clan. Esta señal ya había aparecido y yo tenía que aprender a reconocerla. Me perdí en sus ojos, unos ojos profundos en los que podía vislumbrar el infinito. Todo el universo giraba a nuestro alrededor agitando todo mi ser. Entonces empecé a arder.
Cuando las llamas se extinguieron había vuelto al coche y apretaba fuertemente la mano de mi Sire.

Oculté esta revelación durante casi un siglo a Olympe. Ella me había mantenido al margen de sus asuntos durante todo ese tiempo, nunca he sabido realmente si me considera su amante, su hija o simplemente una marioneta que maneja a placer. Supongo que es una sensación común entre los neonatos cuyos Sires acogen en su refugio, pero no deja de resultar trágica, en el sentido griego de la palabra. A lo largo de estos cien años hemos compartido intensas experiencias de armas, especialmente durante la guerra civil española, pero nunca me ha involucrado en los asuntos políticos más importantes. No, al menos, hasta ahora. Por eso no consideré necesario hacerla partícipe de los míos.

PRIMEROS AÑOS DE GUERRA Y RELACIONES CON LOS BRUJAH

Luchamos juntas en el bando anarquista en Barcelona. Allí conocí a mis primeros compañeros al margen de los círculos de Olympe, o eso creía entonces. Una horda de unos doce Brujah que se hacían llamar a sí mismos “La brigada del sendero roto”. Con más músculos que sentido común, estos Brujah nos acompañaron durante la batalla del Ebro y exterminando a más de un millar de fascistas. Tampoco hacíamos ascos a la sangre republicana, incluso a la de algún anarquista autoritario que se las daba de líder, como aquél Buenaventura Durruti, un pequeño gusano que no podía comprender que en aquella lucha sus intereses no eran los que estaban en juego, que los Vástagos éramos realmente los que estábamos detrás de todo aquél erial de cadáveres y putrefacción. Su machismo y su soberbia le condujeron a servirme de almuerzo y a recibir un disparo en la cara de la vieja escopeta de Olympe. La muerte de aquél tipo y las precauciones de Olympe fueron una de mis más concienzudas lecciones acerca de la Mascarada. Había que tener cuidado, incluso en medio de la batalla, pues nunca sabías a qué Príncipe podrías estar contrariando.

A esta guerra le sucedió otra, una guerra empezada, sucia y frívola que nunca comprendí como propia. Estaba en Alemania, creo recordar que fue en aquél país, pero perfectamente pudo haber sido Polonia o Rusia. Entre la nieve encontrábamos cuerpos calientes de vez en cuando, a punto de expirar. También nos alimentábamos cuando había suerte de soldados que sabían a whisky agrio y entonces montábamos alguna fiesta. La brigada del sendero roto sufrió un pequeño periodo de esplendor en aquella época, correrían los años cuarenta del siglo XX y a los doce perros Brujah iniciales se habían sumado unos cinco o seis cabezas huecas más. El grupo se había incrementado demasiado y eso no hacía que Olympe se sintiera cómoda: prefería la soledad, trabajar por su cuenta y tenerme sólo para ella. Le molestaba que hubiera trabado alguna suerte de amistad con los perros, especialmente con Daniel, un Nosferatu que, como yo, había terminado por decreto de la Moira rodeado de todos aquellos indeseables.
Se podría decir de nosotros que éramos escoria, más sucios e impresentables que un Nosferatu, y con la mitad de inteligencia que ellos. Trabajábamos entre las capas más profundas de la guerrilla, nos vapuleaban ideas de redención con azotes de iracunda venganza. Estábamos contra todo y nos gustaba la interrogación dibujada en nuestros objetivos. Daniel y yo hablábamos de Barcelona, donde ambos habíamos nacido, pero él recordaba el sol de la Plaza de Castilla y la arena ardiendo en las plantas de los pies. Yo no tenía nada a lo que aferrarme para permanecer en lo que algunos de los míos llamaban humanidad: sólo podía entender los cuerpos humanos como recipientes que me transportaban a viajes de alucinógenos, estimulantes y alcohol. También como alimento, claro.

“DESTIERRO” A CHIAPAS

Hasta los años 90 permanecimos en Europa, pero alrededor de 1992 Olympe nos citó en el salón principal de nuestra casa en Barcelona a Daniel, a mí y a otros cinco más de La brigada del sendero roto. Éramos siete neonatos, sedientos de sangre y experiencias, y ella nos dirigía una irónica mirada mientras nos encomendaba una extraña misión en México. Estaba segura de que quería deshacerse de mí. Se había aburrido de mis ojos infantiles y de mis tendencias autodestructivas. Me quería muerta, o más muerta todavía. Pasé en México diez años de guerra, en la provincia de Chiapas, separada de Olympe, sin saber nada de ella. Algunas noches me vencía la nostalgia y pugnaba por oír su voz una vez más en mi cabeza, llamándome. Sólo sucedió al final, en la primavera de 2002. Había salido a una rave que se celebraba a las afueras de Tuxtla Gutiérrez. Daniel estaba especialmente agitado aquella noche, me agarraba fuerte de la mano y me pedía continuamente que no me separara de él. Al poco tiempo de empezar a bailar Daniel no pudo contener a la Bestia y se vio azotado por un fuerte frenesí. Todos los que estábamos allí intentamos retenerle y finalmente pudo cabalgarlo gracias al alimento que algunos compañeros le habían proporcionado. No comprendíamos qué podía pasarle, pero pronto pude darme cuenta de quién estaba detrás de aquello.

VUELTA A CASA Y SEGUNDO ENCUENTRO CON CAÍN

La presencia de Olympe se hacía cada vez más patente en nuestras cabezas y yo la sufría como el peso más pesado: volver a los brazos de mi Sire, sucumbir a lo que era, retornar al comienzo del ciclo para comenzarlo otra vez. Cuando su calor era tan insoportable que no podía siquiera mantenerme en pie, me retiré a sentarme sobre los escombros que se amontonaban en los alrededores de la rave. Me ardía el pecho y fui deslumbrada por un fogonazo. De nuevo estaba en el desierto ante Caín y éste me hablaba de Olympe, de sus planes conmigo. Me decía que tenía que volver a España, que su regreso era inminente. Iba a suceder algo pronto y yo tenía que luchar contra aquellos que trataban de impedir que su Juicio se perpetrase. Caí profundamente dormida y desperté en un ataúd. Sudaba por todas partes y sentía que mi cuerpo estaba debilitado por una extraña levedad que no recordaba haber sentido jamás. Cuando intenté levantar la tapa ésta no cedía de ninguna manera, estaba débil y me fallaban las fuerzas. Me agité, traté de no gritar y volví a quedarme dormida. Al cabo de unas horas alguien abrió mi ataúd en el reservado de un parking en una terminal de un aeropuerto: era Olympe y me sonreía radiante. Estaba confusa, pero sabía que así era como tenían que ser las cosas.
Al llegar a nuestra casa en Barcelona todo se encontraba tal y como lo recordaba: las paredes lisas plagadas de retratos antiguos, las alfombras impolutas adornando los suelos de madera, los ghouls serviciales, gordos y de mejillas sonrosadas, preparando cualquier tontería… Olympe actuaba como si nada hubiera sucedido, como si nunca hubiéramos estado separadas. Me hablaba tranquila y me miraba con pasión. Tenía preparado un buen desayuno para cuando llegara, un par de jóvenes perfumadas con vainilla y que habían tomado grandes cantidades de lambrusco. Fue una noche divertida hasta que, cegada tal vez por la sangre de las jóvenes o por la insoportable candidez de Olympe, tuve que confesarle lo que había experimentado con Caín. Al principio no me creyó una sola palabra, pero poco a poco pude convencerla de que era cierto, que Caín realmente se comunicaba conmigo y que quería que yo le ayudara a regresar. Entonces Olympe sonrió. Me estrechó fuertemente entre sus brazos y me llenó la frente, las mejillas, los labios y los hombros con sus besos. Dijo que sabía que había algo especial en mí y que por fin había encontrado la respuesta: yo iba a traer un nuevo orden que, aunque implicara la llegada del fin, iba a purificarnos.

INICIACIÓN EN LA SECTA

La noche siguiente fui presentada a todos los miembros más importantes de la secta a la que pertenecía Olympe. Había desconocido cualquier asunto relacionado con ella hasta ahora, pero sentía como si siempre hubiera sabido de su existencia. Las idas y venidas de Olympe, sus madrugadas taciturnas, la angustia en sus ojos… el deseo del fin, la búsqueda de la redención siempre habían estado muy presentes en sus sueños y conversaciones: ahora todo encajaba.

Durante los siguientes años, me mantuve en las filas más bajas de la secta, llevando a cabo pequeños trabajos y encargos que Olympe y alguno de sus compañeros me encomendaban. Más tarde mis ambiciones crecieron y busqué llamar la atención de Olympe de alguna manera. Le supliqué que me dejara participar de forma más activa, quería empezar a tomar parte de algo mayor. Pude ver el miedo en el aura de Olympe, el naranja empezaba a imponerse por encima del resto de tonalidades de toda su complejidad. No hacía falta que me hablara: sabía que no quería perderme. Bajó la cabeza y encendió su portátil. De pie frente a ella supe que había llegado el momento de volvernos a separar, tal vez para siempre. Me dio un nombre, Javier, y una dirección, El Perro Negro, en la Gran Vía de Madrid. Los Malkavians se reunían en el parque de atracciones y tarde o temprano tendría que ir a visitarlos también.

En la estación de tren le guiñé un ojo y ella subió la ventanilla del coche.

IRIS

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